lunes, 28 de marzo de 2016

MONSTRUO COME BASURA

Hace unos días, decidí tirar un poco de la mucha basura que me tiene atada a mi pasado.

Después de varias horas, atada a las nostalgia de una vida que ya suena después de 33 casi 34 años, no tuve de otra que llorar, como a una niña a quien le roban un dulce.

Lloré por lo años que de repente se me fueron de las manos. La nostalgia de quien era, me abrió heridas perfectamente diseñadas para dejarme el habla en un suspiro.

Miré mi infancia. Contemplé con desánimo y desesperanza la mirada de una niña que desde lo más profundo de su mirada, suplicaba amor. La mirada de una niña, llena de preguntas, que temía por la vida de quien le enseñó a contemplarla.

Lloré hasta secarme con el polvo de los escombros.
Lloré mi primer amor, o por la fantasía de lo que fue.
Me acurruqué en el pasado, sentada en mi presente.
A pesar de sentirme poderosa y fuerte, de pronto me sentí completamente frágil.
La caducidad tocando a la puerta me arañó lentamente hasta dejarme miedosa entre la basura que no he sabido tirar.

No sé si me duelen más los años o las palabras que he dejado por el sólo hecho de crecer.

Mis cuadernos, diarios, bitácoras o memorias, hablan mucho más de lo que yo hablaba en aquellos años.

Ser más feliz me ha orillado a escribir menos.

Se necesita valor para entender que el oficio del escritor es un deporte de alto riesgo. La delgada línea entre el que escribe lo triste que es y el que escribe su última carta.

Quiero tener una pluma que escriba de felicidad, que, como en el mundial, relate con pasión y furia cada momento, como tratando de ganarle a los recuerdos. Tatuando en cada letra lo vivido. Quiero comprarla, pero no sé donde.